Placa conmemorativa situada en la zona Este de Málaga para recordar
al médico canadiense Norman Bethune por su ayuda a las familias
malagueñas que huían del genocio franquista conocida como La Desbandá" A pesar de la atroz carnicería humana por tierra, mar y aire, ningún responsable fue jungado y/o condenado. España es así.
No te aísles, no te encierres en ti misma, sal, pasea, intenta hablar con tus compañeras, que Ulises fue sabio porque viajó. Este
era el consejo que Manuel Bartolomé Cossío le daba a su pupila Dorotea
Barnés cuando ella realizaba una estancia en el Smith College, en
Estados Unidos, para ampliar su formación científica. Corría el año 1930
y Dorotea disfrutaba de una pensión de la Junta de Ampliación de
Estudios (JAE), institución creada en 1907 a raíz de la concesión del
Premio Nobel de Medicina a Santiago Ramón y Cajal, que fue su
presidente. No obstante, el secretario y alma mater de la JAE fue José Castillejo, discípulo de Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza en 1875. Por deseo expreso de Castillejo, hubo mujeres entre los
beneficiarios de los programas de la Junta. Así, en el más importante
centro de investigación de España en esa época, “el Rockefeller”, que
tomaba el nombre de la Fundación que había financiado su construcción,
hubo 36 mujeres de un total de 158 investigadores,
que constituían un brillante germen de la presencia femenina en la
ciencia española. Desafortunadamente sus carreras quedaron truncadas con
la guerra civil. Sus historias comenzaran a ser conocidas gracias al
trabajo que inició Carmen Magallón Portolés con su obra Pioneras españolas de las ciencias, publicada en 1999.
La familia Barnés Salinas.
¿Qué fue de estas heroínas olvidadas? Dorotea Barnés, hija
del ministro de Instrucción Pública que había reformado la enseñanza
primaria y secundaria haciéndola completamente laica, fue purgada tras volver a España a comienzos de los años cuarenta y no pudo volver a trabajar.
La vida de sus hermanas Adela y Petra, brillantes científicas como
ella, fue muy distinta, dado que estando casadas con investigadores
afines al gobierno de la República, al finalizar la guerra tuvieron que
exiliarse a México, país en el que se reunieron con su padre. Todos
ellos, junto con otros muchos intelectuales españoles, encontraron en
México refugio y un lugar donde desarrollar su vocación incorporándose a
la universidad mexicana, a la cual enriquecieron con sus aportaciones.
Estas historias aparecen en Frutos del exilio, obra de la hija de Petra Barnés, Adela Giral Barnés, publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana en 2010.
En unas oposiciones a catedrático de
universidad celebradas en 1940, el tribunal prefirió dejar una plaza
desierta antes que permitir que fuera ocupada por una mujer
Algunas de estas pioneras llegaron a mostrar una clara
sintonía con el régimen franquista, por lo que no tuvieron que exiliarse
ni fueron purgadas. Entre ellas se encontraban la sevillana
Teresa Salazar y la murciana Piedad de la Cierva. Teresa, discípula del
insigne químico Enrique Moles, que llegó a estar condenado a muerte tras
su vuelta a España en 1941, se doctoró con premio extraordinario en
1931 y obtuvo una plaza de profesora auxiliar de la Facultad de Ciencias
de la Universidad de Madrid. En 1934 obtuvo una pensión de la JAE para
investigar en el Instituto del Radio de París bajo la supervisión de
Marie Curie, estancia que finalmente realizó en el Laboratorio de
Química Física Aplicada de la Universidad de París debido a la muerte de
la profesora Curie. Piedad se doctoró en 1934 con un trabajo de investigación
realizado en la sección de Rayos X del Rockefeller, tras lo cual
disfrutó de una pensión de la JAE para trabajar en Copenhague con el
profesor George de Hevesy, investigando la acción de los neutrones
rápidos en la transmutación del aluminio. Tras la guerra la encontramos
en el BOE del 19 de abril de 1939, “Año de la victoria”, como
interventora del instituto de Osuna; era la única mujer que aparecía en
la lista de los directores, secretarios e interventores de los 34
institutos de enseñanza secundaria españoles. Aunque Teresa y Piedad pelearon por seguir desarrollando su
carrera científica, el régimen franquista no estaba dispuesto a aceptar
mujeres en la cúpula de las universidades, por muchos méritos
investigadores y sintonía con el régimen que acreditaran. Según cuenta
el historiador Luis Enrique Otero Carvajal en su obra La universidad nacional católica,
en unas oposiciones a catedrático de universidad celebradas en 1940 a
la que concurrieron las dos, el tribunal prefirió dejar una plaza
desierta antes que permitir que fuera ocupada por una mujer. De hecho,
antes de presentarse a los exámenes, Piedad se enteró a través de su
padre y del ministro de Educación de que los resultados se sabían de
antemano y existía una especie de acuerdo entre las facultades de no dar
la plaza a una mujer. Aún así Piedad se presentó, pero no repitió la experiencia.
Jenara Vicenta Arnal Yarza, hija de jornalero, trabajó
como maestra desde muy joven. Se licenció y doctoró en química con
sendos premios extraordinarios en la Universidad de Zaragoza
Uno de los miembros de ese tribunal, Antonio Rius, tenía una
cuenta pendiente con el que había sido director de Teresa, Enrique
Moles, frente al cual había perdido un concurso de cátedra en 1927.
Teresa se presentó a otras tres oposiciones a cátedra; el presidente del
tribunal de la primera fue el citado Rius, por lo que Teresa lo recusó
(pidió su sustitución por antipatía manifiesta) y, cuando su recusación
no prosperó, Teresa se retiró. En el primer ejercicio de la segunda
oposición, puntuaron a todos los aspirantes por igual a pesar de que los
miembros del tribunal dejaron constancia de que los méritos de Teresa
eran inferiores a los de los otros aspirantes (lo que no se ajustaba a
la realidad); la echaron en el siguiente ejercicio. En la tercera
oposición le exigieron la renuncia, explicándole que la eliminaban no por razones científicas, sino “por causas que no se podían decir”,
causas que ella atribuyó al hecho de ser mujer. En 1947 obtuvo una
plaza de profesora adjunta, puesto de mucha menor categoría y sueldo que
el de catedrática, que ocupó hasta su jubilación en 1959. Un caso singular es el de Jenara Vicenta Arnal Yarza, la única hija de jornalero entre las pioneras.
Nacida en Zaragoza en 1902, tuvo que hacerse cargo de sus dos hermanos
pequeños al morir sus padres, por lo que trabajó como maestra desde muy
joven. A pesar de ello, se licenció y doctoró en química con sendos
premios extraordinarios en la Universidad de Zaragoza. En 1930 fue
pensionada de la JAE en la universidad de Basilea y ese mismo año superó
los cinco ejercicios de las oposiciones a cátedra del Instituto de
Física y Química. En 1932 volvió a ser pensionada de la JAE para
trabajar en la Universidad de Dresden y a partir del curso 1932-33
realizó tareas de investigación en la sección de Electroquímica del
Rockefeller, aunque sin remuneración. Aunque fiel defensora de los principios de la Institución
Libre de Enseñanza, en 1939 superó el proceso de depuración y en 1940
fue admitida en el Instituto Beatriz Galindo de la capital, del que
llegó a ser directora. Realizó viajes de estudios a varios países
europeos, pero el más largo fue el que realizó a Japón, país en el que
permaneció dos años. Allí tuvo una estrecha relación con el embajador de
España, Gonzalo de Ojeda, a cuyos hijos dio clase. Escribió varios
libros de divulgación científica, entre los que se encuentran Física y química de la vida diaria (1954), Química en acción (1959) y Lecciones de cosas
(1958). Falleció inesperadamente antes de cumplir los sesenta años a
causa de una trombosis mientras se encontraba trabajando en su despacho. Tras su muerte, uno de sus alumnos en Japón, embajador él
mismo, instituyó un premio con su nombre para distinguir a los mejores
alumnos y alumnas del último curso de bachillerato. Este premio es
ganado por chicas muy a menudo, lo que seguramente habría sido del
agrado de Jenara. A pesar de la inquina en la persecución del plantel de
científicos e intelectuales más brillantes de la historia de España, las
autoridades franquistas dejaron un resquicio a la incorporación de las
mujeres a la ciencia: se olvidaron de cerrarles las puertas de la
universidad. Ello permitió que la semilla que habían sembrado las
pioneras españolas fructificara: hoy las mujeres que nos dedicamos a la
investigación representamos casi el 40% del total de los investigadores
españoles. Pero los aires de cambio no solo están llegando a los
laboratorios, es la sociedad en su conjunto la que está descubriendo a
las científicas y está fascinada con ellas. Esto es lo que justifica la
enorme repercusión que este año está teniendo la efeméride del 11 de febrero, el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia.
El año pasado se celebró por primera vez y apenas tuvo eco en los
medios. Este año se ha convertido en un evento que cuenta con multitud de actos en España y Europa. ¡El espíritu que animó a las pioneras españolas de las ciencias por fin está triunfando!
Adela Muñoz Páez es catedrática de Química Inorgánica en la Universidad de Sevilla y autora del libro SABIAS. La cara oculta de la ciencia (Debate, 2017).
Por Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
Lo que ocurrió en Málaga, en la carretera hacia Almería en febrero de 1937,
fue una muestra más del uso en suelo español de la violencia sin
límites que el ejército sublevado había ejercido en la guerra de
Marruecos, un conflicto armado del que todavía en España hay miles de
documentos que no han sido desclasificados, porque explicarían muchas
cosas de la guerra franquista, que no fueron casuales, y pondría en una
difícil situación las relaciones diplomáticas entre España y Marruecos. La Guerra franquista
fue una guerra colonial. Con esa lógica actuaron quienes consideraban
España invadida por infieles, ateos, marxistas, demócratas que no
respetaban los privilegios ni las jerarquías, que no obedecían el rígido
orden social, ni aceptaban seguir siendo secularmente los usuarios de
la pobreza, de la ignorancia, de la explotación infantil y la falta de
esperanza en una vida mejor. Cuando las tropas fascistas, españolas e italianas, arrinconan la
ciudad de Málaga, miles de civiles se preparan para un éxodo con el que
ponerse a salvo de las atrocidades que los sublevados vienen cometiendo
desde el golpe del 18 de julio de 1936. Llevaba ocurriendo en muchos
pueblos de España hacia los que avanzaban los salvadores de la España
como Dios manda. El fenómeno de los desplazados, que huían espantados
por el relato de la violencia fascista, está poco estudiado pero en
algunas zonas como Ávila y Toledo ya se conoce que fueron miles los
refugiado que huían ante la cercanía de la columna de la muerte que
subían por Extremadura, angustiados por el relato de quienes habían
logrado escapar a una violencia sin límites. Málaga vio salir por su carretera en dirección a Almería a muchos
miles de civiles como los que hoy vemos escapar de Siria. Familias que
arrastraban sus pocas pertenencias por la carretera pegada a la costa,
tratando de salvarse del castigo que les esperaba por haberse resistido a
la voluntad de los cruzados liberadores. Una vez en la carretera, aquellos miles de hombres, de mujeres y de
niños fueron atacados por tierra, mar y aire. Las tropas fascistas
españolas e italianas salieron de caza y no dejaban de disparar por el
simple de ver a una mujer desarmada, a un hombre herido o a un niño. La memoria de aquellos acontecimientos estuvo durante años soterrada,
reprimida, autocensurada. Se convirtió como tantos otros episodios de
la represión franquista en una historia sin historia. Pero hace unos años, una exposición con las fotografía del
brigadista internacional canadiense, Norman Bethune*, sacaron a la luz
ecos de aquel terrible acontecimiento. Y entonces los supervivientes
comenzaron a hablar, a relatar sus vivencias, a contar lo que durante
tantas décadas no se atrevieron pronunciar. El conocimiento de aquella tragedia fue extendiéndose y desde hace
unos años se conmemora de formar cada vez más extendida. Popularmente se
le conoce como “la desbandá”, un nombre popularizado pero con rasgos de
eufemismo, porque oculta lo que fue una terrible masacre y una tremenda
violación de los acuerdos internacionales sobre el trato a civiles y
prisioneros en tiempos de guerra. La ciudad de Málaga dedicó hace unos años una calle a los brigadistas
internacionales canadienses que se jugaron a vida atendiendo a los
heridos en su huida. Lo llamaron Paseo de los canadienses; de nuevo un
nombre amable, que no explica de qué canadienses estamos hablando, ni de
lo que hicieron para merecer esa calle. También se ha colocado una
placa que dice: “En recuerdo de la ayuda que el pueblo de Canadá, de la
mano de Norman Bethune, prestó a los malagueños que huían en febrero de
1937”. De nuevo, lo que parece un lugar de recuerdo, esconde la
tragedia: ¿qué malagueños huían, de qué y de quién huían, por qué
corrían sin mirar atrás? Las calles, los monumentos o los textos de las placas conmemorativas
no son inocentes. Como en numerosas violaciones de derechos humanos de
la guerra de 1936, las víctimas han tardado mucho en poder enunciar sus
vivencias, porque hacer pública su memoria, además de doloroso, es una
forma de reconocer que se era asesinable; en un país donde las élites
franquistas siguen siendo élites. Ha llegado la hora de pasar de lo que se sólo enuncia a lo que
también se denuncia. Es hora de explicar que los franquistas en la
guerra de 1936 ejercieron una violencia sin límites y cómo lo hicieron.
Es hora de que se sepa quiénes fueron los responsables, quiénes daban
las órdenes de bombardear a hombres, mujeres y niños debilitados física y
psicológicamente por meses de guerra. Es hora de que el Ministerio de
Defensa haga una lista de quienes ejercieron el deshonor de vulnerar la
legalidad y asesinar a quienes la respetaron y defendieron. Es hora de
exigir a la República de Italia una reparación simbólica por su
participación en esa masacre y por su contribución a destruir la
democracia española e instaurar una dictadura terrible, durante cuatro
décadas. Málaga, Gernika, Durango, Barcelona, Madrid… los desertores de la
legalidad, los organizadores del nazismo español, no tuvieron límites al
utilizar la violencia para favorecer sus intereses y refundar una
España católica y de orden, por la gracia de Dios. La memoria de quienes
no participaron en ese violento auto de fe franquista y sufrieron
persecución y muerte por ello, es un patrimonio inmaterial de valor
incalculable. Si los derechos humanos se construyen a partir de
tragedias humanas, el conocimiento de hechos tan terribles debe servir
para que nadie, nunca más, salga por esa carretera de Málaga hacia
Almería huyendo de las bombas. * La exposición sobre Norman Bethune está actualmente en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.