Por Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
Lo que ocurrió en Málaga, en la carretera hacia Almería en febrero de 1937,
fue una muestra más del uso en suelo español de la violencia sin
límites que el ejército sublevado había ejercido en la guerra de
Marruecos, un conflicto armado del que todavía en España hay miles de
documentos que no han sido desclasificados, porque explicarían muchas
cosas de la guerra franquista, que no fueron casuales, y pondría en una
difícil situación las relaciones diplomáticas entre España y Marruecos.
La Guerra franquista
fue una guerra colonial. Con esa lógica actuaron quienes consideraban
España invadida por infieles, ateos, marxistas, demócratas que no
respetaban los privilegios ni las jerarquías, que no obedecían el rígido
orden social, ni aceptaban seguir siendo secularmente los usuarios de
la pobreza, de la ignorancia, de la explotación infantil y la falta de
esperanza en una vida mejor.
Cuando las tropas fascistas, españolas e italianas, arrinconan la
ciudad de Málaga, miles de civiles se preparan para un éxodo con el que
ponerse a salvo de las atrocidades que los sublevados vienen cometiendo
desde el golpe del 18 de julio de 1936. Llevaba ocurriendo en muchos
pueblos de España hacia los que avanzaban los salvadores de la España
como Dios manda. El fenómeno de los desplazados, que huían espantados
por el relato de la violencia fascista, está poco estudiado pero en
algunas zonas como Ávila y Toledo ya se conoce que fueron miles los
refugiado que huían ante la cercanía de la columna de la muerte que
subían por Extremadura, angustiados por el relato de quienes habían
logrado escapar a una violencia sin límites.
Málaga vio salir por su carretera en dirección a Almería a muchos
miles de civiles como los que hoy vemos escapar de Siria. Familias que
arrastraban sus pocas pertenencias por la carretera pegada a la costa,
tratando de salvarse del castigo que les esperaba por haberse resistido a
la voluntad de los cruzados liberadores.
Una vez en la carretera, aquellos miles de hombres, de mujeres y de
niños fueron atacados por tierra, mar y aire. Las tropas fascistas
españolas e italianas salieron de caza y no dejaban de disparar por el
simple de ver a una mujer desarmada, a un hombre herido o a un niño.
La memoria de aquellos acontecimientos estuvo durante años soterrada,
reprimida, autocensurada. Se convirtió como tantos otros episodios de
la represión franquista en una historia sin historia.
Pero hace unos años, una exposición con las fotografía del
brigadista internacional canadiense, Norman Bethune*, sacaron a la luz
ecos de aquel terrible acontecimiento. Y entonces los supervivientes
comenzaron a hablar, a relatar sus vivencias, a contar lo que durante
tantas décadas no se atrevieron pronunciar.
El conocimiento de aquella tragedia fue extendiéndose y desde hace
unos años se conmemora de formar cada vez más extendida. Popularmente se
le conoce como “la desbandá”, un nombre popularizado pero con rasgos de
eufemismo, porque oculta lo que fue una terrible masacre y una tremenda
violación de los acuerdos internacionales sobre el trato a civiles y
prisioneros en tiempos de guerra.
La ciudad de Málaga dedicó hace unos años una calle a los brigadistas
internacionales canadienses que se jugaron a vida atendiendo a los
heridos en su huida. Lo llamaron Paseo de los canadienses; de nuevo un
nombre amable, que no explica de qué canadienses estamos hablando, ni de
lo que hicieron para merecer esa calle. También se ha colocado una
placa que dice: “En recuerdo de la ayuda que el pueblo de Canadá, de la
mano de Norman Bethune, prestó a los malagueños que huían en febrero de
1937”. De nuevo, lo que parece un lugar de recuerdo, esconde la
tragedia: ¿qué malagueños huían, de qué y de quién huían, por qué
corrían sin mirar atrás?
Las calles, los monumentos o los textos de las placas conmemorativas
no son inocentes. Como en numerosas violaciones de derechos humanos de
la guerra de 1936, las víctimas han tardado mucho en poder enunciar sus
vivencias, porque hacer pública su memoria, además de doloroso, es una
forma de reconocer que se era asesinable; en un país donde las élites
franquistas siguen siendo élites.
Ha llegado la hora de pasar de lo que se sólo enuncia a lo que
también se denuncia. Es hora de explicar que los franquistas en la
guerra de 1936 ejercieron una violencia sin límites y cómo lo hicieron.
Es hora de que se sepa quiénes fueron los responsables, quiénes daban
las órdenes de bombardear a hombres, mujeres y niños debilitados física y
psicológicamente por meses de guerra. Es hora de que el Ministerio de
Defensa haga una lista de quienes ejercieron el deshonor de vulnerar la
legalidad y asesinar a quienes la respetaron y defendieron. Es hora de
exigir a la República de Italia una reparación simbólica por su
participación en esa masacre y por su contribución a destruir la
democracia española e instaurar una dictadura terrible, durante cuatro
décadas.
Málaga, Gernika, Durango, Barcelona, Madrid… los desertores de la
legalidad, los organizadores del nazismo español, no tuvieron límites al
utilizar la violencia para favorecer sus intereses y refundar una
España católica y de orden, por la gracia de Dios. La memoria de quienes
no participaron en ese violento auto de fe franquista y sufrieron
persecución y muerte por ello, es un patrimonio inmaterial de valor
incalculable. Si los derechos humanos se construyen a partir de
tragedias humanas, el conocimiento de hechos tan terribles debe servir
para que nadie, nunca más, salga por esa carretera de Málaga hacia
Almería huyendo de las bombas.
* La exposición sobre Norman Bethune está actualmente en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid.
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